


A veces vuelvo a caminar por el Parque de La Granja, aunque ahora esté en obras y solo pueda rodearlo desde fuera. Es pleno diciembre y el frío corta el aliento, pero aun así algo me empuja a regresar a este lugar que llevo grabado en la memoria desde niño. Cada paso por estas calles despierta imágenes que creía dormidas, pero que siguen ahí, intactas, como si el tiempo se hubiera negado a borrarlas.
Cuando miro a mi alrededor no puedo evitar comparar lo que veo con lo que hubo. Donde hoy se levanta el Colegio Calixto Ariño y parte del parque, antes se extendían los terrenos de la vieja Granja Agrícola Experimental. Recuerdo una fotografía tomada hacia 1955, desde la calle Galiay Sarañana —que entonces aún se llamaba Luis Aula—. A la izquierda estaban los edificios de la Granja, aunque en la foto no llegaron a salir. Al fondo se adivinaba una caseta humilde, dentro del recinto, donde los obreros descansaban durante sus faenas agrícolas.
Aquella caseta tenía un encanto especial. En las noches calurosas del verano, allí siempre corría una brisa ligera que no se sentía en ningún otro punto del barrio. Esa corriente fresca la convirtió en lugar de encuentro para muchas familias. Se charlaba, se reía, se hablaba del día a día, y las tertulias parecían no tener fin. A veces, sin darnos cuenta, se nos hacía medianoche y nadie tenía prisa por marcharse.
También recuerdo, frente a mi casa, aquellas moreras que formaban una especie de muralla natural entre la calle y los campos de la Granja. Para nosotros, los niños, eran mucho más que árboles. Eran refugio, escondite y tesoro. Trepábamos a sus ramas, inventábamos mundos, y terminábamos con las manos y la ropa teñidas de morado, saciados de moras blancas y negras, cada cual escogiendo su favorita.
Viví entre 1951 y 1969 en esta zona, y para mí —y para casi todos— la institución no era otra que “La Granja”. Aunque desde finales del siglo XIX había cambiado de nombre varias veces, para nosotros siempre fue simplemente eso: “La Granja”. Un lugar que, más allá de su apariencia modesta en mis años de infancia, había tenido una enorme importancia en toda Aragón. Allí se experimentaba con cultivos de remolacha, algodón, alfalfa, vid; se combatían plagas; se probaban maíces híbridos… Era un centro pionero, incluso brillante, en muchos aspectos. Después de la Guerra Civil, se transformó en el Centro de Investigaciones Agronómicas de la Cuenca del Ebro y se orientó sobre todo a la investigación, perdiendo aquella visibilidad popular.
Pero para mí —para el niño que fui— todo eso quedaba lejos. Lo importante era la vida que palpitaba alrededor: las voces de los vecinos, las noches de verano junto a la caseta, las moreras frente a mi puerta y esa sensación de tranquilidad que, vista desde hoy, parece casi irreal.
El barrio ha cambiado. El cambio ha sido brutal. Y, sin embargo, basta con cerrar los ojos para que todo vuelva a su sitio. La magia de la infancia tiene ese poder: conservar intacto un mundo que ya no existe. Mientras viva, llevaré conmigo la visión de aquellas moreras cargadas de fruto, el olor de los campos y el murmullo de las conversaciones a la luz de la noche. Ese lugar, aunque ya no esté, sigue siendo mío. Y siempre lo será.
Esta foto fue tomada sobre 1970, y el entorno es idéntico a las anteriores, calle Galiay Sarañana. Justo unos metros pasada la morera que se aprecia en la foto, existía un sendero que se introducía en la propia Granja, se trataba de un camino de servicio en mal estado y que era atravesado por una acequia.Recuerdo perfectamente como en una época determinada de la vida de la granja, no estaba permitido acceder a su interior, a pesar de que no existían puertas que lo impidieran. El guarda que cuidaba todo ello era muy celoso con su cometido, y en mas de una ocasión tuvo serios problemas con personas que pretendían pasar al recinto, para atajar, en la mayoría de los casos.
Durante unos años aquel guarda se echó de ayudante a un perro lobo que respondía al nombre de "Bienve", fue la pesadilla de toda la chiquillería de la zona, y todos nuestros esfuerzos se centraban en evitar ser localizados por su fuerte olfato, cuando pretendíamos introducirnos en la Granja sin ser vistos, para jugar y para introducirnos en dependencias abandonadas, pero llenas de leyendas y misterios.
Con el paso de los años y ya entrada la década de los años 60, la vigilancia se fue relajando y empezó a ser frecuente el paso a su interior, e incluso en verano se hizo popular el ir a tomar la fresca, en familia, a una caseta que había cerca de las vías del tren. Era frecuente que los campos estuviesen sembrados con algodón o con tabaco.
Nº 2. En este plano del año 1982 he dibujado un círculo rojo que trata de mostrar la misma ubicación que la foto anterior, la número uno.
Nº 3. Al igual que en los casos anteriores, en este plano de 1965 he señalado un círculo rojo mostrando idéntica ubicación que los anteriores.
Nº 4. Este plano corresponde al año 1958 y el círculo rojo que he marcado trata de representar el mismo lugar que todos los anteriores.
Nº 5. Año 1958 fotografía tomada en el camino de Cabaldós. Al fondo se aprecia la estación de descarga "La Carbonera" donde acudían tanto trenes como camiones. Justo en ese mismo emplazamiento se encuentra el actual Pabellón Príncipe Felipe.A espaldas del que toma la foto se encontraba la cara norte de la Granja Modelo, actual Parque de La Granja. No hace falta decir y espero haberme explicado bien, que he tratado de realizar la foto número uno, en el mismo lugar que se realizó la presente hace ya 50 años. Vamos, que donde está aquella chimenea tan alta, pues ahora está el Pabellón Príncipe Felipe.
Nº6. Plano de 1899 señalado con círculo rojo idéntico emplazamiento que en los anteriores.

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